Comentario
En la mayor parte de los países europeos, desde los de la Península Ibérica a Rusia, pasando por Francia, Prusia, Austria, Polonia o los países escandinavos, la industria recibió en este siglo, más que en el pasado, protección estatal. Era una política de clara inspiración mercantilista y sus pretensiones nos son ya conocidas: aumentar los recursos del Estado por vía fiscal y conseguir los medios para reducir el déficit comercial o invertir su tendencia. Podía haber, además, razones jurídicas y técnicas relacionadas con las dificultades de enraizar los nuevos establecimientos en un medio no enteramente favorable, cuando no abiertamente desfavorable.
Los procedimientos fueron similares en todos los países y siguieron, en general, pautas esbozadas con anterioridad. A algunos de ellos nos hemos referido ya. Así, por ejemplo, a la creación de organismos administrativos específicos, complementados en algunos casos por otros más especializados, como los destinados a fomentar y regular la explotación minera en Francia (1764) -que, entre otras actividades, formaría un eficiente cuerpo de ingenieros- o Prusia (1768). También hemos hablado del sistemático establecimiento de aranceles aduaneros proteccionistas, cuyo ejemplo extremo lo proporciona el emperador José II, que en 1784 llegó a prohibir la importación de todos los artículos que pudieran ser producidos o sustituidos por otros producidos en sus dominios. Se crearon, por otra parte, manufacturas estatales en casi todos los países, destacando especialmente los casos de Prusia bajo Federico II -a lo largo de todo su reinado, pero especialmente cuando emprendió la reconstrucción de sus territorios tras la Guerra de los Siete Años- y la Rusia de Pedro el Grande, de quien se ha llegado a decir que fue "el primer comerciante e industrial de su reino". Más frecuente fue, sin embargo, el apoyo a las empresas privadas, mediante la concesión de privilegios limitados en el espacio y el tiempo, en forma de subvenciones o créditos para su instalación, exenciones fiscales, monopolios de fabricación o venta en determinados ámbitos o pedidos estatales (para el suministro de la Corte o del Ejército). En Francia, por ejemplo, la Monarquía concedió entre 1740 y 1789 más de 6 millones de libras entre subvenciones y préstamos sin interés, a los que habría que añadir las ayudas de otros organismos provinciales. Se concedieron en diversos países títulos nobiliarios a los industriales más destacados. La atracción de mano de obra cualificada, con el señuelo de altos salarios, concesiones de tierras y exenciones y privilegios personales, fue practicada asiduamente. Podemos recordar a este respecto, entre muchos otros ejemplos posibles, el caso español de la fábrica de paños de Guadalajara, que contó en sus inicios con personal laboral holandés; y, por cierto, la preferencia por personal especializado de origen holandés fue tan general, que las Provincias Unidas llegarían a prohibir en 1751 la salida de determinados oficiales de sus territorios. Hubo hasta disposiciones tan arbitrarias como la de Federico II de Prusia, que obligaba a comprar porcelanas de la Königliche Porzellan Manufaktur a los judíos que precisaban de autorización oficial para residir, casarse o dedicarse a los negocios en su reino. Inglaterra aparece como la gran excepción en este campo: no hubo una legislación proteccionista orientada específicamente a la industria, ya que se confiaba en la eficacia y suficiencia de las leyes generales relacionadas con el comercio -ésas sí, recordemos, fuertemente proteccionistas-. Con todo, no faltaron ciertas restricciones, como la prohibición de fabricar tejidos exclusivamente de algodón, dictada a principios de siglo para atajar el contrabando de tejidos indios y proteger al sector lanero; aunque flexibilizada en 1735, no desapareció totalmente hasta 1774.
El intervencionismo estatal, sin embargo, comenzó a relajarse durante el último tercio del siglo, aun sin abandonarse totalmente (sobre todo, por lo que se refiere al proteccionismo frente al exterior). Las principales razones que indujeron a ello fueron la mejor coyuntura de los precios industriales, el excesivo coste de la política proteccionista, cuando aumentaban las necesidades de inversión estatal en otros ámbitos (ejército, obras públicas...) y la propia evidencia de la mediocridad de los resultados obtenidos. Esto último obedecía a diversas causas, según los países y casos concretos, destacando la frecuencia con que se había primado la fabricación de artículos de lujo de salida, en definitiva, escasa, el exceso de reglamentaciones en busca de una elevada calidad no siempre conseguida, las tensiones protagonizadas por los productores no privilegiados y los múltiples fraudes de unos y otros... Y en cuanto a las empresas de titularidad pública las más polémicas, podían sumar a estos problemas otros específicos, como la práctica artificialidad de algunas de ellas, su excesiva dependencia de personal y utillaje extranjeros, o los defectos de gestión, no siempre realizada con criterios estrictamente económicos y profesionales. Entra, pues, dentro de la lógica que algunas de estas empresas no terminaran de afianzarse y quebraran al reducirse o faltar las subvenciones estatales. En el caso concreto de Prusia, uno de los países en que se había dado con más intensidad el intervencionismo industrializador, algo más de la tercera parte de las casi 2.000 empresas creadas en tiempos de Federico II desaparecieron en su mismo reinado y muchas otras lo harían durante el de su sucesor. Los resultados, en cualquier caso, no fueron brillantes y para ciertos historiadores las empresas estatales habrían supuesto un auténtico derroche de recursos financieros. Algunos elementos positivos vienen a matizar la valoración. Se cita, en primer lugar, el éxito de algunas empresas significativas, como las siderúrgicas rusas y otras de menor entidad -magro balance, no obstante, si tenemos en cuenta la amplitud de lo emprendido-; se contribuyó, además, a la capitalización de determinados sectores, a formar administradores y a mejorar la cualificación de la mano de obra; hay, por otra parte, algún destacado ejemplo la industria textil en Brno- en que la disolución de un establecimiento estatal fue seguida por la permanencia de sus obreros en la misma actividad, si bien en distinto marco; finalmente, no hay que ignorar otros resultados cualitativos, como la difusión del espíritu de empresa y la mejora de la valoración social del trabajo. Por decirlo con palabras de David S. Landes, las pérdidas que con cierta frecuencia ocasionaron estas empresas pudieron ser el "coste a corto plazo de una ganancia a largo plazo".